Cuando Lauri dejó de oír el canto del pájaro, se sumió en una profunda tristeza, sabía que estaba en el bosque y que, incluso de noche, su leve vuelo llegaba hasta su ventana, pero el silencio lo llenaba todo.
Lauri lloraba porque se había acostumbrado al sonido de su canto y no entendía qué era lo que le había podido pasar al pájaro negro para que los alegres trinos de antaño desparecieran.
Así un día y otro sin sonidos y una noche y otra con el roce de sus alas sobre el cristal de su estancia.
Pasado un tiempo el pájaro regresó con su acostumbrado canto y Lauri se alegró de haberle recuperado, pero también entendió el motivo de su silencio. El ave tenía miedo de Lauri, de que siguendo su canto, encontrara el nido qué él mismo construyó y pusiera en peligro sus huevos.
Absurdo, pensó Lauri, ella jamás le haría daño. Pero ya nada fue igual a partir de entonces.
El silencio del pájaro no había cambiado el curso de la vida del bosque, ni las costumbres de las otras criaturas que lo habitaban. Ni alteró el medio ambiente y mucho menos el futuro de Lauri, de modo que todo volvió a la rutina anterior a la llegada de aquel exótico pájaro que se debatía entre la conservación de su progenie y la necesidad de ser visto y oído.
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